Cuando era niña me encantaba andar en las nubes: miraba por
la ventanilla del avión, comía los dulces que repartían las sobrecargos y
pensaba que volar no tenía peligro.
Crecí y cuatro aspectos me asustan de andar cerca
del cielo. Siento los pelos de punta, el corazón hilando desde el mismo
despegue, recorrido, las turbulencias y el aterrizaje.
Recientemente en mi viaje a Cuba, de regreso a México,
anduvimos dando vueltas porque habían zonas turbulentas y tráfico aéreo.
Con cada movimiento brusco, observaba las puertas de
emergencia, pensaba en que si había una falla cómo sobrevivir pues nunca
me he lanzado de un paracaídas ni usado los chalecos de los que siempre hacen
demostración las aeromozas. Si daría tiempo, o se abrirían las puertas...
Estos pensamientos se avivaron en mi mente un poco más, con
el accidente ocurrido en Cuba hace pocos días. Cuánta agonía y desesperación
habrán sentido esas personas, cuántas historias sin escribir, experiencias
truncadas, vidas de menores interrumpidas. A más de cien se les detuvo el
reloj, se les acabó el tiempo.